Anonymous le ha declarado la guerra al dictador ruso, Vladimir Putin. El ataque contra las webs del gobierno local de Chechenia y el central de Rusia, la filtración de 200 GB de correos electrónicos de la empresa de armamento bielorrusa Tetraedr y las llamadas constantes en sus redes a combatir la desinformación son algunas de las acciones que ha llevado a cabo en los últimos días el colectivo hacker. Las noticias las ha ido dando, a medida que iban ocurriendo, en su cuenta de Twitter que suma más de siete millones de seguidores, y mediante videos de YouTube y otros canales de difusión.
Es solo una de las caras más visibles del poliedro cibernético y global que rodea la invasión de Ucrania liderada por Putin. Estados Unidos ofrece hasta 10 millones de dólares de recompensa por datos sobre las operaciones cibernéticas maliciosas impulsadas por Rusia en el tablero internacional, porque el campo de batalla no solo se encuentra en el este de Europa, afecta a los macroservidores y a los algoritmos, a las páginas web de los países en conflicto y a ese espacio paralelo y fundamental que llamamos internet. La guerra es ahora esencialmente híbrida. Antes de cruzar la frontera de Ucrania, Rusia lanzó un ataque preventivo: no con misiles, sino con malware.
El ejército de Putin ataca y ciberataca. Durante los últimos diez años, mientras preparaba las infraestructuras agrícolas o financieras del país para la invasión de Ucrania y las sanciones internacionales que iban a acompañarla, el mandatario también desarrollaba su plan cibernético. Sus tropas militares solamente pueden actuar físicamente en el país y los territorios fronterizos, pero lo hacen en todo el mundo por medio de operaciones en internet. La nueva guerra bacteriológica es digital y tiene como objetivo neutralizar la viralidad del enemigo. Un enemigo que va más allá de Ucrania, Estados Unidos o la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Esperemos no estar ante los primeros días de la Tercera Guerra Mundial. Pero es seguro que lo que estamos viviendo es la Primera Guerra Mundial Digital.
Rusia ya previó la sanción que Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea acaban de aplicarle: la desconexión de algunos de los bancos del país de la red internacional SWIFT. En 2014 lanzó el MIR, un sistema de pago alternativo, cuya tarjeta es el único modo de acceder a los subsidios estatales. La guerra ha llegado antes de que se haga efectiva la RuNet o internet rusa, que permitirá que Putin controle tanto la geografía física y humana de Rusia como su doble en la red. De modo que, de momento, debe lidiar con la hiperconexión de su ciudadanía a las grandes plataformas.
Facebook ha restringido la monetización de las cuentas oficiales de varios medios rusos y, en contrapartida, Rusia ha limitado parcialmente el acceso a la red social de Meta. Después de que el Ministerio de Transformación Digital ucraniano se lo pidiera mediante Twitter, Elon Musk ha puesto a su servicio la conexión satelital Starlink. Las influencers ucranianas más seguidas han dejado de hablar de sus viajes o sus marcas para mostrar a sus cientos de miles de seguidores de todo el mundo el calibre de la tragedia. La guerra es tendencia global tanto en las plazas o frente a las embajadas como en todas y cada una de las redes sociales. La mitad de la realidad, la que albergan los macroservidores y gestionan los algoritmos, sufre a su nueva e importante manera también las agresiones y las muertes.
La invasión de Ucrania no solo es la primera gran guerra del siglo XXI híbrida —el conflicto en Siria tuvo un alcance civil, nacional—, también lo está siendo su representación mediática. La están cubriendo tanto periodistas como youtubers o personas anónimas en Tik Tok. En otros ámbitos de la comunicación encontramos esa misma convivencia entre formas clásicas y formas virales. La propaganda impresa en papel o transmitida por televisión se expande, en paralelo, a las redes sociales o se automatiza a través de bots. La carta de 600 científicos rusos en contra de la guerra coexiste con los cuadrados negros y mensajes también contrarios a la violencia de miles de instagramers del mismo país. Y las viñetas editoriales y lo panfletos del humor gráfico tradicional se complementan con los memes de la viralidad contemporánea.
Lo primero que publicó el gobierno de Ucrania en su cuenta oficial de Twitter el 24 de febrero, cuando inició la invasión, fueron los hashtags para denunciarla en redes (#StopRussianAggression y #RussiaInvadedUkraine). Y un meme. Una imagen muda que mostraba a Adolf Hitler acariciando a Putin como si fuera su hijo o su mejor alumno, acompañada de un mensaje digno del pintor conceptual René Magritte: “Esto no es un meme, sino nuestra y tu realidad ahora mismo”.
La guerra en nuestra época empieza con la movilización de tropas o el lanzamiento de misiles y —al mismo tiempo— con un ciberataque o con la aplicación de una estrategia de defensa digital. También la pandemia se ha desarrollado en esos dos planos paralelos: el de la biología, los cuerpos, los hospitales; y el de la difusión viral de la información, los memes y las noticias falsas. Conscientes de las nuevas reglas del juego de la realidad, las dictaduras del siglo XXI expanden su control biopolítico a la esfera virtual. La censura digital en China es implacable. Y no es casual que Donald Trump o Jair Bolsonaro llegaran al poder en Estados Unidos y Brasil en parte gracias a las redes sociales; o que el giro autoritario de Nayib Bukele en El Salvador incluya el uso oficial de criptodivisas.
La invasión terrestre y aérea de Ucrania ha provocado reacciones que no vimos cuando Rusia influyó, tal vez decisivamente, en consultas democráticas de países de Occidente (como las elecciones de Estados Unidos o el referéndum del Brexit en Reino Unido). Todavía siguen pesando más las acciones en el mundo analógico que las del mundo digital. Pero ahora sabemos que aquellos ciberataques fueron el prólogo de una ofensiva a la vieja usanza, con infantería y tanques.
Todas las guerras son también culturales. El conflicto va más allá de los ejércitos y los civiles, los Estados y las corporaciones, los influencers y los colectivos antisistema. En su trasfondo está el choque entre el paradigma del poder horizontal que sigue prometiendo internet y el poder vertical que representa a ultranza Putin. El siglo XX colisiona frontalmente con el siglo XXI.
Es tendencia en redes #TerceraGuerraMundial porque durante los últimos tres días nuestros cerebros no han parado de retuitear esa etiqueta. Ese espectro del siglo pasado que, como el de Iósif Stalin, se obstina en habitar el siglo presente. E intenta a toda costa definirlo.
Fuente: The Washington Post / por Jorge Carrión, escritor y crítico cultural