El martillo cayó cuando la última puja ofrecía 69,3 millones de dólares (más de 61 millones de euros) y, atónito ante esa suma fabulosa, el mundo fue entonces consciente de que dentro del sistema del arte había irrumpido un nuevo y avasallador fenómeno. El pasado 11 de marzo, ‘Everyday: The First 5.000 Days’, la obra del estadounidense Mike Winkelmann, aka Beeple, se convirtió en una de las diez más caras vendidas en subasta durante 2021 y su autor, en el tercer creador vivo con mayor cotización.

La pieza era un archivo digital formado por 5.000 imágenes y dio a conocer masivamente el criptoarte, una modalidad basada en el uso de los medios virtuales y la tecnología de transferencia ‘blockchain’ para asegurar su originalidad y singularidad. Esta cadena de bloques permite la transferencia de datos codificados con absoluta seguridad entre el emisor y el receptor. El objeto de intercambio es denominado NFT (Non fungible token), siglas que aluden a los bienes no fungibles; es decir, a los activos de naturaleza digital que son enviados y no pueden consumirse ni sustituirse. La garantía de su singularidad viene determinada por esa peculiar transmisión que, además, le proporciona un número único que respalda su autenticidad.

No solo una obra con voluntad artística puede convertirse en una NFT. Este formato acoge obras, secuencias de películas, ‘memes’ y cualquier otra producción que pueda ser encriptada y comercializada virtualmente. Poco antes del récord de Beeple, Jack Dorsey, cofundador de Twitter, vendió el primer tuit que dio a conocer la plataforma en este formato por la también asombrosa cantidad de 3 millones de dólares. Winkelmann se ha hecho con la fama, pero tampoco ha sido el pionero. Porque hablamos de una tendencia ya consolidada. Según algunas fuentes, hace ya ocho años, el artista Kevin McCoy dio lugar a esta corriente con su pieza ‘Quantum’, constituida por una figura geométrica sobre fondo negro que cambia de forma y color.

La aparición del criptoarte ha dado lugar a opiniones muy dispares. Algunos pretenden sumarse a un negocio que aún no vislumbra su cénit y otros lo tachan de un intento de acabar con la difusión libre de contenidos que caracteriza al espacio virtual.

La sospecha de especulación también sobrevuela. Hay quien cree que se está hinchando una burbuja similar a la producida con los ‘bitcoin’ y que su progresión está alentada artificialmente gracias a la imposibilidad de identificar a vendedor y adquirente. El mercado convencional y digno de crédito, en cualquier caso, ha respondido con prontitud a este nuevo producto. Algunas galerías tradicionales han abierto secciones específicas, como es el caso de la poderosa Pace Gallery con su recién inaugurada Pace Verso.

Los NFT también poseen sus propios espacios de difusión. Entre los más utilizados se encuentran OpenSea, Rarible, Foundation o SuperRare, que facilita la creación de galerías personales, a la manera de Instagram. El criptoarte supone una parte sustancial de la oferta de todas estas plataformas, aunque, en general, los contenidos no son homogéneos, con áreas entremezcladas en las que conviven las copias de creaciones pretendidamente artísticas con réplicas de soberbias canastas de partidos míticos de baloncesto. La amalgama resultó evidente en las subastas que dedicó Sotheby’s a este apartado. Sus ofertas incluyeron desde Art Blocks, ilustraciones digitales generadas por algoritmos, a una reinterpretación a cargo de Matthew Kane del lienzo ‘Meules’ de Monet.

El mercado secundario vendió, a lo largo del pasado año, 200 lotes por un total de 228 millones de dólares, pero las estimaciones predicen un crecimiento exponencial. La revista ‘Artprice by Artmarket’ ya ha anunciado un espacio propio dedicado a esta producción alegando sus inmensas posibilidades. Ese optimismo se basa en las predicciones difundidas por el banco de inversión Jefferies, que estiman un monto de 80.000 millones de dólares para las compraventas que se realicen en 2025, algo que solo se explica por la capacidad de las nuevas piezas para atrapar y fidelizar a nuevos segmentos de población.

Un banco de inversión estima que estas propuestas moverán 80.000 millones de dólares en 2025.

Aportación estética

El medio de comunicación ‘online’ pronostica toda una revolución en el mundo del arte. Su propuesta se aloja en la plataforma Ethereum y empleará la criptomoneda Ether, la más habitual en el criptoarte. No estarán solos, ya que también se han posicionado en la misma herramienta las secciones virtuales de Sotheby’s, Christie’s, Bonhams y Philips.

El entusiasmo por las NFT se sustenta además en un estudio de la consultoría The Harris Poll, fechado a principios del pasado año, en torno al grado de conocimiento y el afán por coleccionarlas. El 40% de los estadounidenses, según esa encuesta, ya se ha familiarizado con este tipo de obras y el 11% incluso ha comprado alguna, porcentaje que se eleva al 27% en el grupo de los ‘millenials’. Pero su auge puede ser flor de un día y es que el 42% de quienes han oído hablar de ellas también sostiene que se trata de una moda efímera.

Las proyecciones económicas resultan sorprendentes, pero ¿qué ocurre con su aportación estética? «Lo que he visto me parece de una calidad muy deficiente», sentencia Luis Valverde, copropietario de Espacio Mínimo, una de las galerías de referencia en España. «No entiendo el ‘boom’. Creo que el criptoarte evidencia la variedad de soportes y lenguajes, pero, como fenómeno, está sobrevalorado. No percibo la parte artística por ningún lado. ¿Es el fruto de la banalidad de una sociedad narcisista? ¿La existencia de cierto infantilismo en el mundo de las nuevas tecnologías? Toda la importancia se sitúa en el beneficio, pero no se habla de otros argumentos».

Su auge súbito puede antojarse un reto para el sistema convencional. «Me parece un poco absurdo que se plantee en tales términos porque no veo el interés y lo digo como consumidor de arte», responde y vaticina: «No puede llegar a nada si carece de calidad y lo que he hallado hasta ahora es muy de andar por casa?» ¿Y su valor como mera inversión? «La avaricia rompe el saco».

El trabajo del artista cántabro Manu Arregui aparece suspendido entre las formas reales y las imágenes virtuales, como si se tratara de un viaje pendular, sumamente fructífero durante las últimas tres décadas. Esa experiencia creativa le convierte en un observador privilegiado de esta nueva corriente. «Siento expectación y muchas reservas», asegura.

El autor señala que su repercusión comercial resulta ajena al arte de nuestro contexto. «Se asemeja en la actividad, en que se elabora mediante programaciones y se ejecuta a través de pantallas», reconoce, pero también advierte de sus posibles efectos contraproducentes. «Me preocupa que perjudique a las propuestas plásticas contemporáneas asociadas a los nuevos medios y que, hasta hora, las instituciones no han respaldado».

La pretensión ‘hipster’ de que lo analógico es más auténtico ha ido en detrimento del ‘net art’ previo a las NFT. «Existe cierta idea antitecnológica del arte, la ilusión de que no acabamos de estar en la era digital», lamenta. «Los coleccionistas quieren agarrarse a lo seguro, a la pintura y la escultura, buscando su carácter irreproducible, que es falso».

La puesta en marcha de mundos paralelos, uno dedicado al arte como lo conocemos hasta ahora y otro al nuevo mercado, no es descabellada. «No sé qué pude ocurrir», aduce y afirma temer las consecuencias de llamar arte a cualquier cosa, una práctica habitual al otro lado del Atlántico. «Porque no dejan de ser salvapantallas que proporcionan un placer visual que poco tiene que ver con la plástica contemporánea».

Las críticas no han hecho mella, sin embargo, en este voraz territorio. La expansión del metaverso, ese espacio virtual con capacidad inmersiva, parece seducir a la burguesía de todo el mundo y, aunque se antoje difícil de entender, a la pasión por el arte virtual se suma un carrera por hacerse con bienes raíces y expandir negocios inmobiliarios en este espacio alternativo.

La naturaleza de los actores que se incorporan a esta aventura evidencia su facultad de seducción. La Galería Uffici abrió la veda de las grandes instituciones públicas con una NFT del ‘Tondo Doni’ de Miguel Ángel y se han añadido nuevos productos del Hermitage, con réplicas de obras de Van Gogh o Leonardo da Vinci, y el Museo Británico, que ha llegado a ofrecer 200 piezas basadas en la creación de Hokusai. Un hito en la última edición de la feria Art Basel Miami Beach fue la fabricación in situ de este tipo de creaciones por Mario Klingemann, alias Quasimodo, y la celebración de un encuentro protagonizado por Beeple. Curiosamente, Vignesh Sundaresan, el millonario indio que desembolsó una fortuna por ‘Everyday: The First 5.000 Days’, ha declarado que sería maravilloso que todo el mundo tuviera acceso a una copia gratuita de la obra. El hombre que desveló el atractivo económico del criptoarte pone ahora en tela de juicio sus señas de identidad, aquellas que sustentan su vertiginoso desarrollo. Pero no parece un intento sincero de romper la exclusividad asociada a estos archivos digitales. Nadie quiere matar esta inaudita gallina de los huevos de oro.

Fuente: elcorreo.com

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